Hay cierto tipo de fantasía que solo tiene sentido en el pasado. La magia celta que encaja tan bien en las leyendas artúricas no tendría sentido en nuestros días. Antes de Cristo era normal que Dios se te apareciera para darte indicaciones, de un modo mucho más explícito que como podría hacerlo hoy en día. Ted Chiang tiene un relato, El infierno es la ausencia de Dios, en el que la existencia de Dios es explícita para las personas en nuestros días, como parecía serlo en el Antiguo Testamento y, claro, resulta (voluntariamente) chocante. Incluso en los relatos fantásticos, como El Señor de los Anillos o Juego de Tronos, se habla de los tiempos ancestrales como una era especialmente fantástica, en la que ocurrieron cosas increíbles. Una época más fantástica que lo ya fantástico. Esto es porque los documentos históricos y la mitología fantástica nos llegan hasta el presente con la misma intensidad, la intensidad del relato. Aunque nos guste pensar que no, ambas conforman la idea completa que tenemos del pasado. La ficción es parte de nuestra memoria colectiva.

Archive 81, la serie creada por Rebecca Sonnenshine y producida por James Wan, nos sitúa la acción en los años 90, como si lo que sucede fuera más fácil de asimilar porque se manejan elementos de terror fantástico de las últimas décadas del siglo. Hay dos influencias tan obvias que incluso son mencionadas por los personajes. En primer lugar, El resplandor, en cuanto a la locura del aislamiento. Además de la referencia explícita hay algún momento en el que el protagonista se lía a hachazos con la pared. En segundo lugar, El proyecto de la bruja de Blair, como portavoz oficial del género found footage, aunque como se apuran a aclarar, el género no empezó con ella. Pero aunque Archive 81 juegue con el found footage argumentalmente, el material de vídeo encontrado solo forma parte de la historia, no pertenece al subgénero formalmente pues apenas se apoya en él. Pocas veces vemos la acción a través del material grabado.

Otro referente, quizá menos obvio es el de Candyman (1992), al menos con la premisa de dos mujeres que se adentran en un edificio peligroso para hacer un reportaje. También por sus juegos de mitología hecha realidad. Si nos vamos unas décadas atrás es inevitable pensar en Las semilla del diablo, con esos vecinos que no son trigo limpio y tienen planes esotéricos. La serie está repleta de referencias de los 90 o anteriores. La camiseta del protagonista nos lleva hasta los años 40 con El ministerio del miedo de Fritz Lang, donde como en la serie, hay una sesión de espiritismo. Otra referencia, ya de finales de los 90, podría ser The Ring de Hideo Nakata, donde la visualización del vídeo en sí mismo supone la liberación del mal, que llega a emerger de la propia pantalla, como aquí.

Archive 81 se recrea en el soporte físico de la época. Mimando las cintas magnéticas, recuperándolas del fuego. Muy valioso dentro de Netflix, una plataforma especialmente adanista que tiende a replicarse a sí misma desconectada de la Historia de la ficción, no ya con poco catálogo clásico sino con productos originales que tienen pocas raíces. A no ser que opte directamente por la pornostalgia como es el caso de Stranger Things. Archive 81 es una reivindicación del material de terror de la segunda mitad del siglo XX, pero sobre todo evoca la experiencia de un cinéfilo de los 90, relacionada íntimamente con las cintas de vídeo. Muy en la línea de una buena película de terror reciente, Censor. Esas cintas de vídeo que aparecen 25 años después son un puente entre generaciones, entre el espectador del pasado y el actual. Crean un peligroso universo paralelo en el que poder reencontrarse con el padre, pero que sin cuidado te pueden llevar a anclarte en el pasado. Archive 81 habla sobre la capacidad de la imagen para conectar mundos. Acceder al pasado, a las emociones de entonces. Es el proceso del visionado el que hace emerger una dimensión en la que se puede interactuar con nuestro pasado pero que también alberga monstruos.

El universo de H. P. Lovecraft es la base sobre la que descansa toda la serie. Sectas, locura, un ser poderoso en otra dimensión. Una historia de horror cósmico que muchas veces se mueve en la sugerencia de la presencia del mal, más que en violencia explícita. Esto último puede hacer que algunos espectadores que no hayan entrado en la atmósfera puedan tener la sensación de que no está pasando nada. Una investigación y un descenso paulatino hacia el horror. La serie termina remontándose hasta los años 20, como si así terminara de confirmar su compromiso con Lovecraft. El clásico libro que provoca la locura aquí es sustituido por las cintas de vídeo. Este continuo homenaje a Lovecraft sin ser una adaptación directa recuerda al excelente comic de Alan Moore, Providence.

Están muy bien elegidos para dirigir dos capítulos de la temporada (el 3 y el 4) el tandem de directores Justin Benson y Aaron Moorhead que en varias de sus películas, especialmente en The Endless, demuestran ser admiradores del weird fiction y del horror cósmico en particular. Rebecca Thomas, habituada en series, entre ellas un capítulo de Stranger Things, ha dirigido los dos primeros y los dos últimos, es decir, la mitad de la temporada. Haifaa Al-Mansour, directora de la desperdiciada Mary Shelley se ha encargado del 5 y del 6, quizá donde la serie pierde un poco de pie. En conjunto la serie tiene una buena factura que no pretende deslumbrar con ningún truco visual. Se mueve en una moderación de tensión contenida.

Es una serie que tiene una propuesta estética y además tiene varias lecturas conceptuales. No es lo habitual. Terror elegante sin prisas y sin demasiados cliffhangers que sabe beber de la ficción precedente ofreciendo una mirada actual. Se nota el gusto por el género de Rebecca Sonnenshine, la showrunner; y de James Wan, el productor, responsable de varias películas de terror que ya son clásicos, como Insidious o Expediente Warren, y de la reciente Maligno. Sin caer en la nostalgia fácil, sabe conectar con un espectador que o bien ha vivido esa época o bien le interesa el terror más allá de los últimos veinte años. Si el 81 del título es un guiño a una generación, conmigo han acertado de pleno.