Ricardo FernándezReseña de ‘A Hidden Life’
Terrence Malick ha vuelto al Festival de Cannes con A Hidden Life por primera vez desde que presentara El arbol de la vida en 2011. Lo hace con una película ambientada en la segunda guerra mundial, como La delgada línea roja, basada en un hecho real que cuenta la historia de Franz Jägerstärtter, un hombre austríaco que durante la Segunda Guerra Mundial se negó a jurar fidelidad a Hitler ya que consideraba que esa guerra chocaba con sus ferreos principios católicos. Esta objeción de conciencia genera, primero, un rechazo hacía él y su familia en el pequeño pueblo en el que viven. Más adelante es detenido y maltratado intentando que cambie su opinión.
Es una película ambientada en la segunda guerra mundial; pero el conflicto bélico apenas aparece en pantalla. El verdadera conflicto en el que se centra la película está en el interior del Franz. Una lucha de sus principios contra las consecuencias dolorosas para él y los suyos. ¿Tiene sentido una lucha que, aparentemente, no puede cambiar nada? ¿Compensa el dolor recibido y causado a sus seres queridos? ¿Es mayor libertad estar fuera de una celda o escoger ser fiel a uno mismo sin importar las consecuencias? La guerra está en su interior y el campo de batalla no son solo las celdas y cárceles en las que se encuentra, también las calles del pueblo donde vive su familia. Interesantes preguntas con el tono trascendental habitual de Malick, en el que la Fe y la religión juegan un importante papel y en el que, explicitamente, separa religión de Iglesia.
Malick filma esta historia sobre un hombre que prefiere sufrir la injusticia antes que ejercerla con su estilo habitual. Grandes angulares, planos de naturaleza, voz en off y música con aires de grandeza. Un estilo que ya no sorprende y que Malick parece aplicar lo pida la escena o no, como si ya no supiera hacer otra cosa, aunque de una manera más lineal de la que acostumbra en sus últimas películas. Hay varias decisiones bastante cuestionables como la voz en off narrando las primeras escenas -no así la relación epistolar entre marido y mujer-, un extraño juego de idiomas que salta del alemán al inglés sin ningún tipo de criterio, una serie de finales encadenados y de redenciones súbitas bastante precipitadas… Es decir, en sus casi tres horas hay momentos que bien podrían haber sido tratados de otra forma o directamente recortados -quizá no haya nadie que se atreva a llevarle la contraria- pero también hay momentos de maravillosa poesía. Momentos en los que el impresionismo de Malick, sus imágenes y música, me consiguen evocar sentimientos profundos de gran emoción, sobre todo cuando se refiere a los pensamientos más elevados y no tanto a los tormentos físicos. Cierto misticismo, se podría decir, en el que si entras puedes llegar a olvidar, o por lo menos perdonar, todos los problemas previos.
